lunes, 23 de junio de 2008

Lecciones de Vida

Una escuela modelo en peligro enlace:www.lavaca.org

Son 120 chicos que, en su mayoría, viven en las estaciones de trenes de Constitución, Once o Retiro. Están aprendiendo a leer y escribir en el Centro Educativo Isauro Arancibia . Su fundadora es Susana Reyes, una mujer que conoció los campos de concentración de la dictadura y sobrevivió para contarlo. Pero también para hacer algo. “Estos chicos son los desaparecidos de hoy”, dice con la seguridad de quien sabe de qué habla. Ahora, los decentes denuncian que las nuevas autoridades del área amenazan la continuidad del Centro y, especialmente, desconocen a la coordinadora, por lo que se han declarado en estado de alerta. Para dar cuenta de lo que están en juego, reproducimos a continuación la nota que sobre este Centro publicamos en la edición Nº 4 de Mu, nuestro periódico.

¿Qué trabajos conocen?”, preguntó Susana Reyes para comenzar a hablar con sus alumnos sobre el tema de la clase: el mundo laboral. La maestra dividió el pizarrón en dos para anotar las respuestas de los chicos. A la derecha pensaba colocar las tareas productivas y a la izquierda, las vinculadas con los servicios.
La primera respuesta la dio un varón: “Abrir puertas”, dijo. Y propuso que la anoten en la columna de la izquierda, con más dudas que certezas. Una adolescente embarazada agregó: “Pedir”. Y justificó que se trataba de un servicio porque “a la gente le gusta que le pidan”. La tercera respuesta fue aun más difícil de digerir. Un nene de 8 años la lanzó con naturalidad, sin ningún tipo de segundas intenciones:
-Chupar pijas. -¿Eso es un trabajo? –reaccionó Reyes, como pudo.
-Sí, porque a mí me pagan.
La escena ocurrió hace un tiempo en la escuela Isauro Arancibia,
que trabaja con chicos en situación de calle.

Allí concurren a diario 140 alumnos de hasta 20 años que van en busca de los conocimientos propios de la escolarización primaria.
Casi todos viven en la Estación Constitución,
algunos llegan desde Villa Fiorito y unos pocos vienen de hogares de la zona,
a los que llegaron tras experimentar la vida encerrados en un instituto de menores.

La escuela nació hace diez años, cuando le encomendaron a Reyes, desde la Dirección de Adultos y Adolescentes del Ministerio de Educación de la Ciudad, abrir un centro de alfabetización en la Central de Trabajadores Argentinos (cta) que tuviera como principales destinatarios a los integrantes del Movimiento de Ocupantes e Inquilinos y de la Asociación de Mujeres Meretrices Argentinas.

Convencida de la necesidad de trabajar en red, la maestra se conectó con el Servicio Paz y Justicia (serpaj), que ya contaba con un programa de operadores de calle para contener a los chicos que dormían en Constitución. Así, llegaron al centro de alfabetización los primeros adolescentes: Analía y Luis, que poco a poco fueron acercando a sus amigos.

La alfabetización comenzó a realizarse en la sala de reuniones que el actual diputado Claudio Lozano tenía en su despacho de la cta. Sobre su escritorio, las madres adolescentes cambiaban los pañales a sus hijos. “Tuvimos que comprar un corralito a los bebés para poder darles clases a los padres con cierta tranquilidad. Después de un tiempo conseguimos una madre solidaria para cuidarlos”, recuerda Reyes.

A medida que las clases se sucedían, un chico iba trayendo a otro y muy pronto el lugar quedó apretado de sisa. La cta improvisó un aula en la planta baja de su edificio. No obstante, el espacio siguió siendo insuficiente. Hubo una mudanza a las instalaciones del Movimiento de Ocupantes Inquilinos (moi), pero la cantidad de pibes que se acercaba no paraba de crecer y los maestros comenzaron a soñar con tener un edificio propio.

A esta altura, la escuela exclusivamente trabajaba con chicos que vivían a la intemperie. Las clases, como en todos los centros de alfabetización de adultos, duraban apenas dos horas diarias, pero para alumnos y docentes tenían gusto a poco: “Mientras avanzábamos con el proyecto, nos dimos cuenta de que la escuela les organiza la vida a los chicos. De marzo a diciembre son unos pibes, pero en el verano son otros. ¿Sabés las veces que me llamaron en enero para avisarme que la policía se había llevado a tal o que otro se había muerto? Por eso pensamos: si nosotros éramos los mismos maestros que los del resto de las escuelas, si ganábamos el mismo dinero y pertenecíamos al mismo sistema, ¿por qué estos chicos no podían recibir lo mismo que otros?”, relata Reyes.

Con pocas expectativas, los maestros presentaron un proyecto al Ministerio de Educación porteño que contemplaba la jornada completa. Y, para su sorpresa, cuando estaban haciendo trámites para transformarse en una fundación que les permitiera llevar adelante la idea, se enteraron de que la propuesta había sido aprobada. Desde este año, la jornada escolar es de 9 a 16 y, además de las materias básicas, los chicos cuentan con clases de educación física, teatro, video, computación, electricidad e inglés. “Buscamos un edificio propio, pero no lo conseguimos. Educación nos propuso funcionar en el Instituto de Formación Profesional de la uocra, que tenía espacio ocioso, y acá estamos”, señala Reyes con algo de resignación: “Seguimos pensando en convertirnos en una fundación. No queremos depender todo el tiempo del humor del funcionario de turno”.
El mundo al reves

De pronto, chilla la puerta del aula donde la maestra desgrana la historia. Un par de alumnos se asoman con una manzana en la mano. La docente interrumpe la conversación, levanta la cabeza y les recuerda:
-No se vayan, que hoy a la tarde tienen taller de electricidad.
-¡Bieeennnn! –grita uno de ellos y mira hacia el cielo.
Luego, comienza a correr en redondo por uno de los pasillos. Parece el festejo de un gol.
“No sé de qué manera, pero el valor de la escuela se sigue transmitiendo en este país –se maravilla Reyes-; aun en casos como éstos,
en los que por ahí los padres jamás la pisaron.
Si a veces proponemos charlar sobre algo o mostrar un video, los pibes protestan y quieren tareas formales. ¿Sabés cómo cuidan sus carpetas para que no se manchen? Están orgullosos de ellas. Cuando se recibió la primera promoción, le entregamos diplomas. Al final del acto, los chicos me los devolvían. Me pedían que se los cuide mucho. Claro, ¿dónde los iban a guardar? ¿En Constitución?”.

Por momentos, la escuela parece el mundo al revés. Los alumnos no quieren irse:
las clases son a sus vidas lo que el recreo es a cualquier otro colegio.
Los que protestan, aunque parezca mentira, son adultos escolarizados.
Una vecina, dueña de un comercio, encaró hace unos días a las maestras:
“Hasta que vinieron estos chicos de la calle vivíamos tranquilos”, se quejó.
La mujer estaba indignada porque una naranja había explotado contra su ventana y, encima, se había convertido en el blanco de algún que otro insulto.
Con la mejor voluntad, Reyes intentó hacer algo de docencia:
“No son chicos de la calle, son de todos nosotros. Por ahí tienen 16 años y están en tercer grado, pero están aprendiendo ahora porque no pudieron hacerlo en su momento.
Usted se queja porque están en la escuela. ¿Se da cuenta?”
La señora no aceptaba razones, gritaba sin escuchar.
Cansada, la docente la cortó en seco:
“Mire, si estos pibes no vienen a la escuela, van a estar alrededor suyo”.
La vecina no es un caso aislado.
Los maestros gestionaron pases libres de subterráneo para que sus alumnos puedan asistir a la cursada. Pero como por ahora tienen certificados provisorios, un policía decidió impedirle el paso a uno.
El chico, que sentía la responsabilidad de llegar puntual a clase, se irritó y lo insultó. Y ante la impotencia, la novia –que estaba a su lado- le arrojó una piedra.
La historia terminó así: el policía atrapó al pibe y lo aprisionó contra el piso.
La novia, asustada, le entregó su bebé al policía a modo de garantía, para que le permitiera ir a buscar a sus maestros:
ellos demostrarían que su novio no mentía.
Cuando Reyes llegó a Constitución en su auxilio, el pibe aún estaba en el piso y el bebé en brazos del uniformado.
“Hay una serie de complicidades sociales para que estos chicos no vayan a la escuela.
La vecina no acepta el colegio enfrente de su local, el policía no lo deja viajar y así,
el único camino que les queda es seguir en la calle”, denuncia la maestra.

El sistema educativo también parece alimentar este círculo vicioso. Su burocracia se encarga
con frecuencia de poner uno y otro obstáculo en el camino.
Las planillas que envía Educación, por ejemplo, exigen números de documentos de los alumnos o fechas de nacimiento, datos muchas veces inexistentes o desconocidos por los chicos.
Si los maestros planifican una excursión, las autoridades educativas exigen autorizaciones firmadas por madres, padres, tutores o encargados.
“No tienen en cuenta la realidad de estos chicos, que parecen adultos: desde los cinco años se generan su propio sustento.
Todo el tiempo me hacen actuaciones por tener los registros incompletos.
¿Qué me están diciendo? Que no los deje venir a la escuela”, se indigna Reyes.

No me dejen afuera

Reyes comenzó alfabetizando en los años 70,
mientras estudiaba en el Normal 9 de Corrientes y Callao.
Tenía una compañera que vivía en un inquilinato (María Rosa Lincon, asesinada por la dictadura militar en lo que se conoció como la Masacre de Fátima) y empezó a acompañarla para enseñar a leer y a escribir a sus vecinos.
Pronto se incorporó a una unidad básica alineada con Montoneros y, mientras estaba embarazada, fue secuestrada en junio de 1977 por un grupo de tareas.
La llevaron al centro clandestino de detención llamado El Vesubio, en Camino de Cintura y General Paz, donde también trasladaron a su pareja. Estuvo desaparecida durante tres meses y luego recuperó la libertad. Pero nunca más tuvo noticias de su compañero.
“Ser sobreviviente es un peso. Nunca te alcanza lo que hacés para justificar tu existencia”, confiesa mientras intenta vincular su trabajo actual con aquella militancia.
Cuando comenzó con este proyecto, Reyes iba a despertar a los chicos que dormían en la Estación para que no se perdieran las clases.
“Los veía tirados, en los pasillos angostos y largos, y me hacían recordar a mis compañeros detenidos, cuando estaban engrillados en las cuchas”, cuenta mientras sus brazos dibujan en el aire la escenografía que describe.
Después concluye: “Estos chicos son los desaparecidos de hoy:
todos saben de su existencia pero nadie los ve”.
La impronta de Reyes se respira a cada paso en esta escuela bautizada con el nombre de Isauro Arancibia, un sindicalista docente tucumano que desapareció el 24 de marzo de 1976.

Cuenta la historia que era un maestro pobre, que estaba en huelga porque no le pagaban y que iba descalzo porque no tenía ni para zapatos. El día del último golpe de Estado por fin recibió los salarios atrasados y lo primero que hizo fue ir a la zapatería. Esa misma noche lo fusiló un grupo de tareas y después... le robaron los zapatos.
La clase inaugural de cada ciclo lectivo consiste en conocer el derrotero de este docente. Pero ahora un maestro está dando clase de Matemática y escribe un problema sobre el pizarrón verde:
“Julio Jorge López está desaparecido desde hace siete meses, ¿cuántos días hace que está desaparecido?
¿Cuántas horas?”
Los chicos bajan sus cabezas y copian.
En un silencio que aturde comienzan a resolver en sus carpetas.
Los alumnos, cuentan los maestros, disfrutan mucho más del trabajo solitario que de la elaboración colectiva.
“Tal vez –arriesga Reyes- estén cansados de pasar la vida en ranchadas y éste sea su único momento de intimidad, la única oportunidad para encontrarse con ellos mismos.”
En el aula abundan las gorras raperas, los tatuajes y las cabelleras teñidas de amarillo y rojo furioso. También sobresalen los teléfonos celulares y las zapatillas Nike.
“Se los consiguen como pueden, y como saben”, dice la coordinadora con una mirada cómplice. “Lo hacen –agrega- por la necesidad de pertenecer, esas cosas son la tarjeta de entrada para esta sociedad. Es su manera de decir: ´No me dejen afuera´.”

Las puertas y los bancos están llenos de graffiti que pregonan amor y pasión. Y numerosas panzas embarazadas se desparraman en los pupitres. Las hay incipientes y también a punto de estallar. O, mejor dicho, de parir.
En la planta baja del edificio funciona una improvisada guardería maternal que cobija a unos 20 bebés.
“Al principio, los nenes estaban con sus madres, pero era imposible lograr que se concentraran y dar clase. Como Educación no nos manda maestra jardinera, una de nosotras los cuida mientras las madres estudian”, explica Nilda Rendo, otra de las docentes, que acaba de llegar a la improvisada guardería.
Pero los cambios permanentes de adultos referentes no termina de dejar tranquilos a los nenes. Por eso, Milagros resuelve el problema de Matemática mientras le da la teta a Priscila, su hija de veinte meses.
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