ARGENTINA
Villa Fiorito es un barrio de territorios difusos, disputados por adolescentes cuyo futuro es apenas una esperanza de sobrevida. Las historias de tiroteos ocupan largas horas de charla, e incluso algunos se grabaron en la memoria colectiva como escenas de una guerra civil”.
Estas palabras, nacidas de la pluma del periodista de oficio Sebastián Hacher, describen como nadie la terrible realidad que hoy se vive en las sufridas barriadas del conurbano bonaerense.
Es que la violencia social en Argentina crece en proporción geométrica.
Los periodistas profesionales –aquellos quienes, según el payador Martín Castro, “mojan la pluma en la bota del amo / y escriben con la sangre del rebelde y del paria”- no desmayan en señalar como responsables de esta situación a los morochos carenciados menores de 25 años, acusándolos de ser unos degenerados capaces de cometer las mayores violencias con tal de no trabajar, proveerse de zapatillas de marca, y de dinero para satisfacer su consumo de drogas.
Este discurso cala hondo en una sociedad como la nuestra, de profundas raíces autoritarias, hasta el punto de lograr que aún las personas mejor intencionadas, concedan que “es cierto que sus condiciones de vida son terribles, pero ellos también tienen la opción de elegir un camino diferente”.
Esto último es, ciertamente, una verdad a medias. No hay mejor manera de comprender a un ser humano, que ponerse en su propia piel por un instante. Si es que a uno le importa, sinceramente, el sufrimiento de ese ser humano.
Venir al mundo en una casa de chapas fría, que se llueve, donde no todos los días hay algo para comer; y si lo hay, la comida no siempre es rica. No hay padre: embarazó y huyó, o está muerto, o está preso. La madre casi no está en el hogar, rebuscando en casas de familia unas monedas con que alimentar a los hijos, quienes quedan a merced de la calle. Ser mirado con miedo y desprecio por quienes tuvieron la suerte de nacer con tez blanca y comprarse alguna ropa de marca. Provocar, con la sola presencia, la alarma en un comercio, aunque solamente vaya a comprar una leche a pedido de su mamá. Ser interpelado por el patrullero del barrio, de muy malos modos, desconfiando de su palabra, y a menudo recibiendo un insulto o un comentario desdeñoso.
En resumen, el conjunto de la sociedad no lo considera como un semejante.
El inevitable resultado de esa violencia solapada, es el síndrome que tan bien describiera la escritora Mary Wollstonecraft Shelley en su famosa novela “Frankenstein” (1818):
La criatura, dotada de un espíritu sensible –como el de todos los seres humanos en sus primeros años de vida- pero de un atemorizante aspecto exterior, puede elegir voluntariamente provocar el terror, dado que no pudo inspirar amor.
De esta manera se explica cómo una parte del pobrerío sale armado a la calle a ganarse el sustento, a costa de la otra parte del pobrerío que se lo gana en pequeños comercios de bajísima rentabilidad o en trabajos miserables, casi siempre en negro, y mal remunerados.
De lo cual se desprende la siguiente reflexión: ¿es verdadera opción para un marginado someterse a esta infame explotación laboral, y eso si es que tiene la “suerte” de conseguirla?
La sociedad argentina es como una perversa Esfinge de Tebas, aquella monstruosa entidad mitológica que planteaba a los viajeros un dilema imposible de resolver, tras lo cual devoraba sin piedad a sus víctimas indefensas.
En términos criollos, el dilema se plantea en estos términos: “¿Quieres ser un esclavo sumiso y miserable, soportando humillaciones cotidianas, para ganar apenas un triste mendrugo de pan? ¿O prefieres convertirte en victimario, drogarte para tomar coraje, salir armado a robar a la calle, sin saber jamás si regresarás con vida o si pasarás largos años sometido a tortura en prisión?
Sí, la sociedad argentina, a través del estado que la representa y de la policía que la defiende, crea las condiciones ambientales exactas para que la violencia social crezca en proporciones geométricas.
Una vez logrado ese objetivo, hace magníficos negocios, tales como la prostitución de menores de edad, las zonas liberadas para los robos “autorizados” por la superioridad, o la obtención de mayor presupuesto para fortificar a las fuerzas represivas .
Y esto, sin contar al comercio más lucrativo de todos, el cual también está gerenciado por oficiales de policía y políticos de carrera: la venta de “paco” fabricado en las “cocinas” suburbanas.
Esta fabulosa idea del estado, permite a la sociedad deshacerse de miles de seres humanos “sobrantes”, los cuales compran con buen dinero esa terrible droga que los descerebra hasta matarlos. De esta manera, se ha concebido un método muy superior al de Adolfo Hitler y el régimen nazi: no se derrocha el dinero de los contribuyentes en cámaras de gas, pólvora ni balas; la víctima paga su lenta pero inexorable ejecución.
Pero nada es perfecto, y aún hay pibes “sobrantes” cuya expulsión definitiva requiere del gasto de plomo calibre 9 mm, y de los matarifes que deben encargarse de esta faena:
ellos son los “mataguachos”.
Individuos cuyos valores éticos poco tienen que ver con los postulados humanistas,
los mataguachos fueron pobres que encontraron un lugar de “respeto” en la sociedad ingresando a la policía, institución que les brinda un arma, un uniforme, el derecho de matar y extorsionar, y un cobijo legal en caso de ser atrapados con las manos en la masa.
Los archivos de CORREPI están plagados de estos siniestros personajes.
Y como para muestra basta un “botón”, el presente trabajo se referirá a un matarife que ejerce su perverso oficio en jurisdicción de la comisaría 5ª de Villa Fiorito, partido de Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires:
Ramón “El Oso” Peloso.
Años atrás, en tiempos que los vecinos de Fiorito prefieren no recordar, “El Oso” era jefe de calle del mencionado matadero policial. Como tal, establecía los “honorarios” que los pequeños comerciantes del barrio, los dealers, y los familiares de los pibes pobres debían abonar para gozar de la “protección” policial. Hacia el año 2003, Peloso ya se había retirado de la policía,
pero –como es común en este tipo de personas- siguió ganándose la vida como matón particular, siempre en estrecho contacto con la institución que lo apadrinó en todas sus correrías.
Como de costumbre, “El Oso” se dedicaba a “verduguear” a los pibes del barrio, con el objeto de obligarles a robar para su propio beneficio. Uno de estos chicos era Matías Barzola, conocido como “Barzolita”, un pibe de 16 años cuyos amigos describían como “Un buen pibe, sin ningún vicio”.
Una vuelta, Barzolita pudo poner dos cuadras de distancia entre su humanidad y la del energúmeno de Peloso quien, demasiado excedido de peso, juró venganza contra el pequeño rebelde que se negaba a consentir con sus actividades delictivas.
El 18 de febrero de 2003, “El Oso” experimentó un fugaz momento de felicidad, al balear por la espalda a un chico, confundiéndolo con Matías. Pero se había equivocado:
momentos después, la madre del adolescente baleado se presentó en la comisaría 5ª, para increparlo por su salvajismo. Peloso –quien a pesar de estar retirado se encontraba allí-
le dijo, muy suelto de cuerpo, la siguiente frase, que la llenó de espanto: “Yo soy el mataguachos. Pero con tu hijo me equivoqué, lo confundí con 'Barzolita'.
A ése es al que estoy buscando”
“Persevera, y triunfarás” dice una voz popular.
Y efectivamente, el matarife tuvo su hora de gloria el 3 de junio de ese mismo año:
mientras patrullaba el barrio en su auto particular, encontró a Matías caminando junto a un amigo por una calle de tierra. Rápido como el rayo, lo obligó a arrodillarse o a acostarse en el piso, para descerrajarle un tiro en la cara, que lo atravesó “de atrás hacia delante, y de arriba hacia abajo”, como refiere el lenguaje neutro de la autopsia judicial.
“La letra con sangre entra”, reza un conocido proverbio de neto corte conductista.
La lección estaba impartida: los pibes del barrio ya sabían a qué atenerse si se decidían,
como Matías, a negarse a “colaborar” con este héroe de la sociedad argentina y del orden establecido.
Para cubrir las apariencias, los cómplices de Peloso en la comisaría 5ª aseguraron que Matías fue muerto mientras intentaba asaltar a un automovilista.
Pero su madre, Estela Velásquez, no pudo creer que el hijo estuviera implicado en semejante asunto. Y empezó a investigar: caminó, preguntó, buscó testigos, y finalmente averiguó lo que se supone que el estado debería averiguar: la verdad de los hechos.
Poco más de un año después, en agosto de 2004, Peloso se anotó otro éxito en su “lucha” contra el delito: el ex policía vio a un grupo de jóvenes que asaltaba a un sodero sin haber solicitado el pertinente permiso policial, y les disparó desde atrás, sin decir “agua va”:
como resultado de su gesto heroico, hirió a un pibe en la pierna, y mató de 7 (siete) balazos en la espalda a un muchacho de 18 años, conocido como “Calo”.
Se supone que la excesiva cantidad de tiros en el cuerpo no habría obedecido a un ensañamiento bestial, sino a la necesidad de asegurarse que el peligroso delincuente no tuviera tiempo de darse vuelta para repeler la acción parapolicial.
Un familiar de Matías que vivía cerca de allí y oyó los disparos, fue a ver qué ocurría:
y lo que vio, lo llenó de lágrimas: “Me dio mucha bronca –dijo- ver cómo todos los policías lo abrazaban a Peloso, como si fuera un héroe”.
Y es que, efectivamente, criminales como Peloso son vistos como héroes necesarios para “terminar con el crimen” en la sociedad.
Toda una contradicción, netamente argentina.
Después de mucho andar, los familiares de Matías Barzola solicitaron la ayuda de CORREPI para llevar al banquillo de los acusados a este “mataguachos”. El juicio oral tendrá lugar los días 3 y 4 de julio de 2008, en los juzgados de Lomas de Zamora, sitos en Larroque y Camino Negro.
Pero no sería prudente esperar un fallo imparcial de estos tribunales. Apenas unas semanas atrás, otro matarife –Justo José Luquet, de la Policía Federal- fue absuelto de culpa y cargo por el asesinato a sangre fría de otro chico pobre, Marcelo Báez.
Hoy, las tarifas por la “protección” policial en Villa Fiorito alcanza stándares “aceptables”: por liberar a un detenido –haya o no cometido algún delito- se pagan 2.000 pesos; un vendedor ambulante puede pregonar su mercancía oblando desde 10 pesos en adelante; para vender drogas, el dealer debe aportar a la “familia” policial entre 200 y 500 pesos semanales;
y un menor, para evitar ser arrestado, puede optar por robar para la Corporación, debiendo rendir a sus benefactores un monto de 200 pesos por jornada de “trabajo”.
Es que en la República Argentina, obtener justicia es una verdadera utopía.
Porque no se debe confundir a la justicia con el Poder Judicial, ya que este último es parte de la injusticia social, por ser parte –como la policía- del estado.
Ser obediente y agachar la cabeza, es una falsa opción.
Como dijera hace ya un siglo un viejo revolucionario mexicano, Práxedis Gilberto Guerrero, “La pasividad y la mansedumbre no implican bondad, así como la rebeldía no significa salvajismo (...) La justicia no se compra ni se pide de limosna; donde no existe, se hace” CORREPI
Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional
Ciudad de Buenos Aires • Argentina
jueves, 3 de julio de 2008
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